23 May
23May

Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo, el bien supremo al que debemos aspirar es a la salvación eterna de nuestra alma, que algún día con el favor de Dios y nuestro esfuerzo personal alcanzaremos, para lo cual debemos estar conscientes de que la presente vida es solo una etapa de nuestra existencia, que hemos nacido para la eternidad, porque nuestra alma no puede fenecer, simplemente se separa del cuerpo el día de nuestra muerte en la tierra para unirse nuevamente en la resurrección de los cuerpos, para ir a gozar con la ayuda de Dios en el paraíso. 

Una vez conscientes de esta realidad, debemos entender el motivo de nuestra estadía en la tierra, la razón de nuestra existencia, para no apegarnos tanto a los bienes de la tierra, ni desesperarnos por lo que no podemos alcanzar, pues el bien supremo es nuestra salvación eterna, por ello dice la sagrada escritura: de que te sirve ganar el mundo, si tu alma se pierde para siempre. 

Para esto es necesario la meditación asidua de las verdades eternas, instruirnos en nuestra fe católica, el fortalecimiento en la vida de oración, la frecuencia de los sacramentos, la devoción verdadera a la gloriosa Madre de Dios; en síntesis, llevar una vida católica acomodada a nuestra capacidad y posibilidades, de tal manera que vivamos en gracia de Dios, y merezcamos la bienaventuranza eterna.

"Luego mi fin no son precisamente las riquezas, los honores, las delicias; representar un papel brillante en el mundo, lucir, gozar, sino principalmente y ante todo servir a Dios; y servirle, no a mi antojo y capricho, sino como Él quiere que le sirva." San Ignacio de Loyola, ejercicios espirituales. 

Los pasos en la vida espiritual son poco a poco, primero necesitamos apartarnos del pecado, después purificarnos de nuestras aficiones al mundo, al demonio, y a la carne, para después unirnos en todo a Dios nuestro Señor; tarea nada fácil, pues es una obra de toda la vida, donde intervienen nuestros sentimientos, el camino de nuestro peregrinar en la tierra, nuestra memoria, entendimiento y voluntad, que van formando un bagaje de hechos que deben configurar nuestra vida, al grado de poder decir con el apóstol san Pablo: vivo yo, más no soy yo, sino es Cristo quien vive en mí. 

Debemos iniciar por todo lo que nos aparta de Dios nuestro Señor, es decir, alejarnos del pecado mortal, pues es el impedimento fundamental de nuestra eterna salvación, es el que nos esclaviza al demonio; para lo cual, debemos instruirnos para conocer el pecado mortal a la perfección, porque de otra manera, ¿cómo podemos evitar lo que no conocemos?... 

"En todo pecado, el hombre se deja influenciar por el seductor original. Todo pecador, al pecar, se pone del lado de los enemigos de Dios, siendo el diablo el primero de ellos. El pecador se somete al diablo cuando deja de obedecer a Dios. El hombre no puede salir de la siguiente alternativa: o se somete a Dios o queda sometido al diablo". Michael Schmaus, Teología Dogmática, tomo II, § 124, página 274. 

Sencillamente, el pecado es la ruina de nuestra salvación, siendo el primer paso de la vida espiritual, apartarnos del pecado, para después caminar conforme a nuestros dones y talentos a la unión con Dios nuestro Señor, purificando nuestras intenciones, pero siempre unidos a las enseñanzas de la Iglesia Católica, al magisterio, a la doctrina inmutable que nos ha dejado nuestro Señor en los santos Evangelios y en el cuerpo de doctrina. 

Es importante conocer la doctrina de la Iglesia, las enseñanzas del magisterio, los dogmas revelados por Dios y propuestos por la Iglesia para ser creídos como verdades reveladas por Dios, porque debido a la ignorancia en esta materia muchas almas pueden perder su fe, y el ejemplo claro lo vemos en las personas que están unidos a las doctrinas de religiones disidentes a la iglesia católica, oponiéndose a las verdades de fe, así tenemos a los mormones de muy buena fe, o a los protestantes, o cualquiera que sea su denominación que esté separada de la comunión de los Santos y de la esposa de Cristo que es la Iglesia Católica. 

Roguemos, pues, a la augusta Madre de Dios, se digne mover nuestra voluntad y entendimiento, para conocer y abrazar la fe católica de siempre, para asistir a la única y verdadera misa de siempre, no a las asambleas protestantes donde todo está adulterado; impregnarnos del espíritu del santo evangelio, y poder llevar el buen olor de Cristo en la libertad de los hijos de Dios. 


Dios te bendiga.


     

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