24 May
24May

Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo, algunas veces por error, ignorancia o cortedad de miras, podemos llegar a culpar al universo mundo de nuestro poco aprovechamiento en la vida espiritual, excusándonos en todo lo que no tenemos, en las carencias por las que hemos sufrido; en fin, tal vez sobre un camino accidentado que hemos recorrido, pretendiendo justificar con ello nuestra falta de aprovechamiento, tal vez nuestra tibieza espiritual, e inclusive el estado habitual de pecado mortal. 

Al primero que le debe interesar la salvación eterna de nuestra alma es a nosotros, pues es la eternidad la que está por definirse en base a nuestros actos y al estado de vida en que nos acontezca la muerte. 

Casi todos hemos tenido carencias en nuestro caminar, dificultades que afrontar, descalabros que padecer, e incluso, escándalos que presenciar; pero nada de esto puede justificar el estado habitual en pecado mortal; antes, al contrario, es para que conozcamos la fragilidad de la naturaleza humana, las miserias de este mundo, y recordar que nuestra patria es el paraíso, a la cual debemos aspirar con obras en estado de gracia, con el cumplimiento de nuestras obligaciones de estado, con hacer fructificar nuestros dones y talentos; de tal manera, que todas las cosas que nos sucedan, ya próspera, ya adversas, redunden en bien de nuestra alma.

A primera vista, parece fácil el ponerse en el papel víctima, del pobrecito de mí, en el flanco de enemigos que conspiran contra nosotros, y atrincherados en esta posición, podemos pretender justificar nuestro poco adelantamiento en la vida espiritual, cuando en realidad, cada una de las contradicciones que podemos haber afrontado o padecido, debemos transformarlas en medios para alcanzar nuestra perfección espiritual conforme a nuestro estado y condición. 

Algunas veces esta posición de conmiseración, puede engendrar una conciencia de rencores y resentimientos, un caudal de sentimientos contrarios a la caridad que esperan su mejor momento para cobrar cuentas de ello, para pretender hacernos justicia por nuestra propia mano, por hacer padecer a los que nos injuriaron de alguna manera. 

"Porque siete veces caerá el justo, y siempre volverá a levantarse; al contrario, los impíos se despeñarán más y más en el mal." Proverbios XXIV, 16. 

¿Qué es la vida sobre la faz de la tierra? Sencillamente un poco de tiempo que termina con la muerte en la cual somos juzgados en base a nuestras obras, al uso de nuestros dones y talentos, al estado de nuestra muerte; y la vida se va en un par de años, que termina con la separación de nuestro cuerpo con el alma. 

"¿De qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma?" San Mateo XVI, 26.

Hay almas que se alejan de la Iglesia por escándalos, por miserias humanas, olvidando que donde esté la mano del hombre, ahí habrá algo que padecer, porque la naturaleza humana padece la herida del pecado original, la concupiscencia de la carne, la diversidad de pareceres que si no son pulidos por la caridad y la doctrina de la Iglesia, terminaría en divisiones, envidias y disensiones. 

Debemos ser fuertes para no quebrarnos ante cualquier contradicción o humillación que podamos haber padecido, porque muchas veces nos convertimos en personas tan delicadas que ante cualquier dificultad abandonamos la frecuencia de los sacramentos, y peor aún, en nuestras pláticas y comentarios llevamos lo agrio de nuestro corazón, contaminando con nuestro hablar, en base a lo que en su momento no supimos perdonar, afrontar, y olvidar. 

"Cuando tu corazón caiga, levántalo suavemente, humillándote mucho en la presencia de Dios con el conocimiento de tu miseria, sin asombrarte de tu caída, pues no es de admirar que la enfermedad sea enferma, la flaqueza sea flaca y la miseria miserable. Pero detesta con todo tu corazón la ofensa que has hecho a Dios, y lleno de valor y confianza en su misericordia, vuelve a emprender el camino de la virtud que habías abandonado." San Francisco de Sales, introducción a la vida devota; José Tissot, el arte de aprovechar nuestras faltas, capítulo I, página 18. 


Dios te bendiga.



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