14 Jan
14Jan

“Considera que el padecer es en las manos del Señor el instrumento más poderoso para la labor de las almas escogidas, y por este consigue él fácilmente aquello, a que se reduce todo nuestro aprovechamiento; y es purgarnos, iluminarnos, perfeccionarnos. Principalmente, pues, nos purga no solo de los pecados, como veremos luego, mas aun de toda imperfección. 

¡Ay del oro si no hubiese fragua! Por poco se distinguiera de la tierra. ¿Qué sería de las almas buenas sin la tribulación? Quedarían siempre llenas de mil imperfecciones, y no pasarán jamás los términos de una virtud vulgar. ¿Cómo muriera jamás en ellas el amor propio, que nos hace tanta guerra, que inficiona las obras más santas con su veneno, que busca tan sutilmente sus aumentos, aun muchas veces cuando parece que busca solo la gloria de Dios? Sin la nieve y sin el hielo de un invierno muy crudo no muere jamás aquellos gusanos, que escondidos debajo de la tierra, tanto dañan después a las plantas y los sembrados. 

Las consolaciones espirituales nos apartan de la tierra; más no nos apartan jamás bastante de nosotros mismos; antes por ellas, tanto más ansiosamente buscamos satisfacciones, cuanto nos parece buscarlas inocentemente y sin remordimiento. 

Por tanto, sucede muchas veces que el padecer no solo es el remedio más eficaz, más aún el único para sanarnos de éste gran mal. De otra suerte en la vida espiritual nuestras pasiones mudan el objeto, mas ellas no se mudan; y en vez de morir, dejan aquello que tenían de más sórdido, y retienen aquello que tenían de más sublime, o diré mejor, de diabólico. 

¡O santa tribulación que remedias todos nuestros desórdenes! ¡O si te conocieran las almas! En vez de huirte como enemiga, te acogieran en el seno. Está una persona toda llena de sí misma, se estima como una gran cosa, dice también ella en su corazón, como aquel soberbio: ‘No soy yo como los demás’ Lucas XVIII, 11. Más si una adversidad grave, una grave enfermedad, una grave desolación de espíritu la hiere, veréis luego que se humilla a manera de una pelota de viento hinchada, que horadada, luego se abaja y cae a tierra, donde puede decir con el santo David: ‘Bueno es para mí que me hayáis humillado.’ Salmo 118. 

Mirad, pues, los altísimos designios del Señor en el afligirnos, y espantaos de vuestra ceguedad en oponernos a ellos, como habéis hecho hasta ahora, huyendo tanto el padecer; pedidle, pues, perdón y rogadle, que os de fuerza en lo de adelante, para serviros bien del tiempo de la tribulación, que es el verdadero tiempo de la misericordia más señalada. ‘Hermosa es la misericordia de Dios en el tiempo de la tribulación.’ Eclesiástico XXXV, 26.” 


Padre Juan Pedro de Piamonte, SJ, "La Cruz aligerada", año 1738, página 29.



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