30 Jan
30Jan


Tomado del libro: "El arte de aprovechar nuestras faltas" de Jose Tissot, quien retoma las enseñanzas de San Francisco de Sales, capítulo VIII: "Debemos aprovechar nuestras faltas para aumentar nuestra devoción a la santísima virgen".


1. Cuando estábamos preparando la tercera edición de este libro, se nos ocurrió añadir un capítulo que sentimos vivamente no haber escrito antes. ¿Cómo se pueden cantar las misericordias divinas sin dedicar un himno a la que es Madre de las misericordias? No podíamos olvidar, estudiando el arte de aprovechar nuestras faltas en la escuela del más amable de los Santos, a quien es Refugio de los pecadores, cuyas bondades tanto ha celebrado el bienaventurado Obispo. No era suficiente haber tocado este punto a lo largo del libro: merece un capítulo aparte.

Estas reflexiones tomaron cuerpo en nosotros a los pies de Nuestra Señora del Puerto, en Clermont. En aquel antiguo santuario nos ha parecido comprender mejor que nunca que María es el Puerto de los náufragos, Portus naufragorum, y su estrella, Arnica stella naufragis [215].

San Francisco de Sales escribió: «La Santísima Virgen ha sido siempre la Estrella polar, el Puerto de refugio de todos los hombres, que han navegado por los mares de este miserable mundo... Los que dirigen su navío mirando a esta divina Estrella, se librarán de estrellarse contra los escollos del pecado» [216]; quienes, por desgracia se apartan de su dirección tutelar, no tienen más puerto seguro, en donde reparar sus averías y sacar provecho de ellas, que el Inmaculado Corazón de la más buena de las Madres.

Parece como que nuestro Santo nos impulsa a escribir este capítulo complementario, unirlo con una transición natural a las páginas precedentes, en las que nos ha presentado a Magdalena como abogada y modelo de los pecadores que desean aprovechar sus caídas, reparándolas al mismo tiempo.


2. En una carta a Santa Juana Francisca de Chantal, vuelve sobre el mismo asunto y, dando cuenta de su oración, en la que se vio trasladado a casa de Simón el leproso, dice: «Veía a nuestro Señor, que estaba muy contento; por respeto a Magdalena, no nos atrevimos a postrarnos a sus pies, ni a los de su Santa Madre, que también estaba allí; yo estaba muy triste porque no tenía tantas lágrimas, ni perfumes, como la santa penitente. Pero nuestra Señora se contentó con algunas lágrimas que cayeron en la orla de su vestido, ya que no nos atrevíamos a tocar sus benditos pies. Una cosa me consoló mucho: después de la comida, nuestro Señor entregó su amada penitente a su Madre; por eso vemos que, en lo sucesivo, apenas si se separó de Ella; y la Santísima Virgen acariciaba a esta pecadora. Esto me dio un gran aliento y muchísima alegría.»

En otra parte, dice: «¿Es que acaso no fue por mediación de la Virgen Santísima como María Magdalena, que era como un vaso manchado con toda clase de suciedades, fue después de su conversión contada entre el ejército de la pureza virginal?» [217] 

Comunicad a todos los pecadores este estímulo, esta confianza optimista que inspira el recurrir a María. Convencedles de que si, a pesar de todas las razones expuestas en este libro, el exceso de su miseria les frena para arrojarse en el Corazón infinitamente bueno de Jesús, este mismo exceso debe ser para ellos un poderoso impulso que los lleve a los brazos de su Madre, que prodiga sus caricias más compasivas para quienes más enfermos están.


3. Nuestro Salvador ha querido que fuese así; se ha anticipado al temor que lógicamente debía inspirar a los culpables, por una parte, su divinidad, y por otra, su oficio de Juez, a pesar de todas las manifestaciones de su ternura. Sin dejar de ser nuestro abogado y nuestro mediador cerca de su Padre, se dignó poner entre El mismo y nosotros una mediadora, una abogada a la que podamos acercarnos sin temor, puesto que es nuestra Madre, y que al mismo tiempo pueda obtener todo de Dios, puesto que es su Madre; Ella aboga cerca de su Hijo mostrándole el seno que lo alimentó, como el Hijo mismo cerca de su Padre mostrándole su Corazón y las Llagas que sufrió por nosotros.

Los testimonios de los Santos Padres son unánimes en afirmar que ésta es la economía del plan divino. Jesús solo, dicen, era suficiente para la restauración del género humano, puesto que de Él nos viene todo lo que es necesario. Pero era mejor que, habiendo concurrido hombre y mujer a nuestra ruina, también ambos concurriesen a levantarnos [218]. El Redentor ha depositado en María el precio del rescate del género humano [219]. Ha querido que todo nos viniese por Ella [220]. María es el acueducto por donde la gracia se derrama sobre nosotros, la escala que nos conduce a Dios, la puerta que nos da acceso a su Bondad, el medio por el cual descienden sobre el cuerpo entero de la Iglesia los méritos de su Cabeza. Nadie se salva, nadie obtiene perdón sino por Ella. [221]

Como una nueva Ester, ha encontrado gracia ante el Señor para todos los hombres, y ha obtenido la mitad de su divino imperio. Ella tiene el cetro de la misericordia, mientras su Hijo sigue siendo Rey de justicia [222].

María es la embajadora de la misericordia. La misericordia es su ministerio. A la Madre de Dios deben acudir los que tienen necesidad de misericordia: y cuanto mayor sea su miseria, más motivos tienen para llamar a su corazón maternal.

El abismo llama al abismo (Salm 41) y, como dice San Francisco de Sales, «nada es tan agradable a una liberal abundancia como una necesitada indigencia; y cuanto más abundancia hay de bondad, mayor es la inclinación a dar y a comunicarse... y no se sabría decir quién siente mayor contento, si la bondad abundante y liberal dando y comunicándose, o la bondad desfallecida e indigente consiguiendo y recibiendo, si nuestro Señor no hubiera dicho que hay más felicidad en dar que en recibir» [223].


4. San Anselmo [224] va más allá. No vacila en afirmar que muchas veces somos antes oídos invocando el nombre de María, que invocando el nombre de Jesús. «No porque la Madre sea más poderosa que el Hijo, añade, puesto que de Él tiene Ella todo su poder, sino porque, siendo Jesús el Señor y el Juez de todos, discierne los méritos de cada uno, y persiste en la justicia cuando difiere oírnos, mientras que, al nombre de María, su justicia satisfecha se aplaca, pues los méritos de esta incomparable criatura intervienen para obtenerlo todo.»

Otra razón extensamente desarrollada por los antiguos autores y apoyada en las Sagradas Escrituras, cuyo comentario hacen, nos descubre todavía con mayor claridad este encantador misterio. En el Antiguo Testamento, dicen, Dios es llamado el Señor de los ejércitos, el Dios de las venganzas, el León de la tribu de Judá; se nos presenta rodeado de llamas, acompañado del trueno, precedido por el rayo, empuñando una espada amenazadora y lanzando flechas aceradas; Él es quien anegó la tierra con las aguas del diluvio e hizo llover azufre sobre las ciudades culpables; sumergió a sus enemigos en las aguas del Mar Rojo y los sepultó en el abismo abierto por su cólera.

Pero en el Evangelio este mismo Dios se nos presenta bajo el emblema de un cordero. No intenta siquiera romper la caña cascada, ni apagar la mecha que todavía humea. ¿Qué es lo que ha pasado?

Es que Dios se ha encarnado en el seno de María. Así como el sol, mientras recorre en el zodíaco los signos de Cáncer, Toro, Escorpión, Libra y León, nos envía fuego abrasador, que luego suaviza y transforma en rayos benéficos en cuanto entra en el signo de la Virgen [225], del mismo modo que el unicornio olvida su ferocidad salvaje y se amansa en cuanto apoya su cabeza en las rodillas de una niña [226]; así también el Sol de justicia se convierte en astro benéfico y cambia los rayos de su cólera en suave calor, desde el momento en que oculta su esplendor en las entrañas de la Virgen de Nazaret. La justicia queda en el Cielo, lustitia de Coelo prospexit; la misericordia viene a habitar en la tierra, Dominus dabit benigtatem; se acabó la cólera y la indignación, mitigasti omnem iram tuam, avertisti ab ira indignationis tuae, cuando la tierra virginal de María dio su fruto: terra dedit fructum suum (Salm 83).

El León de Judá ha tomado en el seno maternal de la más dulce de las mujeres—inter omnes mitis—la suave lana y la natural mansedumbre del cordero. Ha tomado, con la leche de su madre, la ternura de esta sencilla oveja. Leche mejor que el vino, dice un ilustre intérprete del Cantar de los Cantares, porque el vino puede embriagar a un hombre, hacerle perder la memoria de las injurias que ha recibido, y que le sea fácil perdonar; pero la leche de la Bienaventurada Virgen ha tenido como el poder de embriagar a Dios, pues cuando la bebió, bebió con ella la misericordia, arrojó lejos de sí el recuerdo de nuestros pecados, y se hizo pródigo en perdonar. Añade Ricardo de San Víctor: Sí, ¡Oh María!, creció la abundancia de la misericordia divina, y por Vos se derramó sobre nosotros [227]. La miel salió de la piedra, porque la vara de Jessé ha brotado la flor que produce este jugo suave, remedio de tantos males [228].


5. En el paso del mar Rojo, las olas furiosas sepultaron a los Egipcios, figura de los pecadores. El Arca no estaba allí. Sin María, todo es de temer de un Dios vengador, pero desde que habita en esta Arca de propiciación, nada hay que esperar sino beneficios. Así, mientras Simeón está viendo al Mesías en brazos de su Madre, le proclama la salud de Israel, y, cuando lo toma en los suyos, reconoce en Él la causa de la ruina y de la resurrección de muchos (Lc 2).

Debes temer, pecador, si separas a Cristo de María, pero en los brazos de esta amable Reina ruégale sin desconfianza, porque es la misericordia sobre su pedestal, la flor sobre su tallo, el agua en su océano.

En el seno de su Padre, el Hijo de Dios hecho hombre tomaba los atributos de la paternidad divina; en el seno de su Madre se revistió de sentimientos maternales, y un teólogo célebre no duda en concluir, fundándose en un texto de San Ambrosio[229], que María engrandeció la clemencia del Dios que engendró, y que coronó su cabeza con diadema de eterna misericordia.

Fueron verdaderamente locas, añade este teólogo, las vírgenes del Evangelio, cuando se durmieron sin tener aceite en las lámparas, pero más locas fueron todavía cuando, rechazadas por el Esposo, no imploraron el socorro de la Esposa, es decir, de María. Gritaron: ¡Señor, Señor, ábrenos! Se dirigen al Juez y reciben de su justicia la respuesta justísima que merecían: No os conozco. Si se hubieran vuelto hacia la Esposa gritándole: ¡Señora nuestra! ¡Señora nuestra!, hubieran, al sonido sólo de este nombre, obtenido gracia.


6. Pecador, quienquiera que seas, aunque estuvieras con un pie en el abismo, aunque la desesperación haya invadido tu corazón, mira a María, piensa en Ella [230], y recobrarás la inocencia y la paz. Nadie—la Virgen Inmaculada lo reveló a Santa Brígida—, a no ser que esté ya condenado, invoca este nombre con intención de dejar el pecado, sin que el demonio huya inmediatamente, y si, como dice San Franciscode Sales, un pajarillo, al pronunciar el nombre de María que aprendió a repetir en un monasterio, fue dejado en libertad por un gavilán que lo tenía ya en sus garras para despedazarlo, ¿qué culpable no podrá escapar de las garras de Satanás invocando este nombre omnipotente? Este nombre debe ser, según el texto sagrado, nuestra respiración, spiraculum hominis, porque, como dice un Santo Padre, por María respira el alma culpable y se abre a la esperanza del perdón.


7. Nadie podrá contar jamás las almas que la Madre de Dios ha devuelto a la vida divina. Para esto habría que enumerar todas las conversiones. No hay una sola que no se haya llevado a cabo sin su concurso maternal. Es imposible, dice San Ignacio Mártir, que se salve un pecador si no es por el auxilio de María.

No es la justicia de Dios la que nos salva: es su infinita misericordia movida por las súplicas de María [231].

Nueva Ruth, añade San Buenaventura, recoge las espigas que han escapado a la solicitud de los segadores, es decir, las almas que han permanecido rebeldes a todos los demás llamamientos de la gracia, y las reúne y las coloca en el granero del Padre de familia.

Gracias a los ruegos de esta Virgen bendita, el ladrón del Calvario se hizo penitente y mártir, dice San Pedro Damián. El traidor Judas no se habría ahorcado si hubiese aplazado su suicidio hasta el momento en que Jesús, agonizante, confió los suyos a su Madre.

A Ella es a quien recurre el príncipe de los Apóstoles después de su triple negación; y San Gregorio Nacianceno nos la presenta en un poético lenguaje, diciendo entonces a su Hijo: ¡Oh Verbo de Dios!, propio es del hombre pecar: perdonad a Pedro. Y Jesús le contesta: Ya lo sabéis, Madre mía, siempre accedo a todos vuestros deseos; en consideración a Vos perdono a Pedro todas sus culpas. San Pablo, según afirman sus antiguos biógrafos, atribuía a la intercesión de la Madre de Dios el golpe de gracia que o había transformado.


8. Si así fue la misericordia de María durante su vida en este mundo, ¿cuál no será ahora que reina en el Cielo?, dice San Buenaventura [232]. Ahora se multiplica en proporción con la multitud de miserables que ve sobre la tierra; la Iglesia misma así lo afirma: su oficio en el Paraíso es pedir por los pecadores [233].

¿Acaso no les debe a ellos el aumento indefinido de su gloria? ¿Sería Madre del Redentor, si no hubiese habido pecadores que redimir? «Ellos son, dice acertadamente M. Oilier, quienes han proporcionado a esta bendita Virgen la dicha de ser Madre del Salvador de los hombres, porque sin el pecado, Jesús no habría venido a este mundo asemejándose a la carne pecadora.» María es en cierto modo deudora a los pecadores de su cualidad de Madre de Jesucristo.

«Nosotros somos, dice Santo Tomás de Villanueva, como la ocasión de que haya sido elevada a esa dignidad. El Médico divino no habría tenido que bajar de los Cielos, si no hubiese tenido que curar en la tierra la enfermedad del pecado. María vino a ser Madre de Dios porque nosotros nos hicimos culpables [234]. Sin duda nada nos debéis, Virgen Bendita, puesto que no ha sido nuestro mérito, sino nuestro demérito, lo que ha dado ocasión a todo esto; pero en vuestra bondad, considerando vuestra grandeza, os acordáis de nuestra miseria. Verdaderamente seréis abogada de los pecadores, porque a causa de sus pecados habéis sido exaltada a tan grande altura. Aunque nuestro pecado nos inspira un vivo arrepentimiento, vuestra sublimidad nos es infinitamente agradable, y vuestra gloria compensa los daños que nuestras faltas nos han causado» [235].


9. Un autor piadoso exclama: ¡Cómo voy a desesperarme, María, por muy grandes que sean mis crímenes, si sois Madre de todos pero especialmente de los pecadores.

Los pecadores son los que proporcionan a esta augusta Virgen la reproducción incesante de las glorias y gozos de su divina maternidad, puesto que Ella engendra en ellos a Cristo tantas veces cuantas por su intercesión hace que vuelva a vivir en ellos.

En la conversión de cada pecador, cuando vuelve a nacer a la gracia, en la renovación de su filiación divina por su reincorporación al Salvador, en la hora en que es vivificado en Cristo (Efes 2), el Padre celestial le dice: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Salm 2), el Ángel de la guarda de este dichoso convertido puede, mostrándolo a María, saludarla con las palabras de Santa Isabel: Bendito es el fruto de tu vientre, porque de verdad es fruto de su vientre. Ella es tan Madre de los miembros, como lo es de la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia; ni un solo justo se forma sin que sea engendrado a la vida divina por la nueva Eva, verdadera Madre de todos los vivientes.


10. Un antiguo intérprete del Cantar de los Cantares, comentando el texto Pasce haedos meos apacienta mis cabritos, no encuentra inconveniente en aplicarlo a María a propósito de los pecadores.

Los pecadores, dice, son justamente llamados el rebaño de María. No, desde luego, porque Ella los quiera así, destinados a ser colocados a la izquierda del Juez, sino porque Ella los adopta para asegurarles un lugar a la derecha, transformándoos en fieles corderos. Igual que sucede en el lenguaje corriente, que el médico llama su enfermo a quien, lejos de quererlo enfermo, pretende por el contrario curar. En esta comparación hay todo un mundo de sugerencias alentadores para los pecadores, que de veras quieren volver a Dios.

Nada vale tanto como el candor de un alma inocente. Dichosos os que, semejantes a corderos sin mancha, merecen las caricias de la Virgen de las Vírgenes, una de cuyas advocaciones es la de Divina Pastora. Pero a los pecadores les queda un inmenso consuelo: confesándose dignos, por causa de sus crímenes, de estar a la izquierda del Juez, de ellos depende el recurrir confiados a María, entrar a formar parte de su rebaño y convertirse pronto en corderos.

La salud es siempre más apreciada que la enfermedad; dichoso el que no necesita del médico. Pero cuando uno está enfermo, pone toda su confianza y toda su alegría en recibir los cuidados de un médico famoso y competente, en ser su cliente, en contarse entre sus enfermos.

Por muy enfermos que estemos, por desesperado que parezca el estado de nuestra alma, si queremos sanar, María nos adoptará por enfermos suyos. Y como no hay enfermedad espiritual que sea incurable en esta vida, como ninguna puede resistir al tratamiento de la omnipotente Madre de Dios, Ella nos curará. Su gloria, como la de un médico hábil, brillará en proporción con la gravedad de los males de que nos haya salvado.

Después, una vez curados y arrancados a la muerte, mientras duren los peligros de una convalecencia, que será tan larga como nuestra vida, esta dulce Madre no dejará de amarnos siempre y velará sobre nosotros, como un médico sigue cuidando a sus enfermos después de su curación. Tendremos un título más para reclamar su protección. Su honor estará interesado en que perseveremos en el estado de gracia que nos ha devuelto al precio de sus súplicas y de sus dolores.

Ingratos a sus cuidados ¿caeremos otra vez en el pecado? El médico no abandona a sus enfermos cuando tienen alguna recaída, ni se venga de ellos por haber sido indóciles para seguir sus prescripciones. ¿No redobla, por el contrario, las industrias de su talento y su abnegación para lograr una curación que se ha puesto más difícil?


11. Madre bondadosísima de Aquel que ha dicho No son los que están sanos los que tienen necesidad de médico, y en otra ocasión Perdonad setenta veces siete, ¿cuándo podrán nuestras caídas agotar vuestro poder y la ternura de vuestras solicitudes y cuidados? Según dice San Buenaventura, vais a buscar al pecador que todos han rechazado, lo abrazáis, lo reanimáis y le dais calor, y no descansáis hasta que o habéis curado.

Yo también soy vuestro enfermo, salvadme: tuus sum ego, salvum me fac (Salm 118). Este será mi grito de esperanza todos los días que dure mi destierro. Mientras más me acuerde de mis caídas pasadas, más me acordaré de Vos, que habéis tenido el poder y la bondad de levantarme de ellas; y mayor será mi seguridad de que no me abandonaréis mientras dure mi convalecencia.

Mi agradecimiento por vuestros cuidados, y el deseo de poner de manifiesto vuestro poder, me ayudarán a seguir vuestros consejos. Os amaré, os glorificaré, porque me habéis sacado de lo más profundo (Salm 85). Y al fin en el Cielo, ocupando tímidamente mi sitio, entre el número de quienes os deben su salvación porque en medio de sus miserias pusieron en Vos todas sus esperanzas, seré vuestra gloria, como un enfermo es la gloria del médico que o ha salvado de las puertas de la muerte, no una vez, sino muchísimas. Entonces—y éste será el mejor fruto que haya producido la gracia—, mis faltas mismas serán el pedestal de vuestra glorificación y, al mismo tiempo, el trono de las divinas misericordias que quiero cantar eternamente: Misericordias Domini in aeternum cantabo (Salm 88).


FIN

[215] Himno del Breviario.

[216] Sermón para la víspera de Navidad

[217] Sermón para el día de la Anunciación,

[218] SAN BERNARDO, Sermón de Assumpt. Virg.

[219] IDEM, Sermón 2 de Nativ.

[220] Ibídem.

[221] SAN GERMAN DE CONSTANTINOPLA, Orat. de Zona. 

[222] SANTO TOMAD, In Esther.

[223] Del amor de Dios.

[224] De Excell. Virg., c. 6.

[225] SAN ANTONINO, 4.a parte, tít. 15, cap. 21.

[226] Esta figura simbólica de las artes de la Edad Me­dia se ve reproducida en los antiguos monumentos religiosos; por ejemplo, en el friso de la fachada norte de la catedral de Estrasburgo.

[227] In Cantic., 2.a parte.

[228] HUGO DE SAN VICTOR, Miscel., n. 2, lib. IV, in tít. 26.

[229] «Eum concepit et peperit Maria, et coronam capiti eius aeternae pietatis imposuit» (De Inst. Virg., cap. 16).

[230] SAN BERNARDO, Horn, 2 supra Missus.

[231] Apud Celada, de Judith figurata, c. X, n. 69. 

[232] Spec., cap. 8.

[233] Secreta de la vigilia de la Asunción.

[234] Esta es la doctrina de la escuela atomista. Según San Francisco de Sales, el Verbo se habría encarnado aunque el hombre no hubiese pecado;  pero en esta hipótesis, ha­brían faltado a María las glorias que debe a dolores, de las que, en cierto sentido, es deudora a los pecadores.

[235] Peccatores non exhorres Sine quibus nunquam fores Tanto digna filio.


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