11 Jan
11Jan

“Un señor que tenía muchos hijos, accediendo a la vocación religiosa de una de las hijas, la ingresó en un monasterio que se encontraba a la sazón completamente relajado, pues las religiosas solo respiraban vanidad y frivolidad. El confesor, hombre fervoroso y devoto del santo Rosario, deseando dirigir a esta joven religiosa a la práctica de vida más perfecta, le ordenó rezar todos los días el Rosario en honor de la Santísima Virgen, meditando la vida, pasión y gloria de Jesucristo.

Le agradó a ella mucho esta devoción, y poco a poco fue aborreciendo la relajación de sus hermanas, y empezaron a gustarle el silencio y la oración, a pesar del desprecio y burlas de otras religiosas, que interpretaban su fervor como gazmoñería. Habiendo ido por aquellos días a visitar el monasterio un santo abad, tuvo una extraña visión mientras oraba; le pareció ver una religiosa en oración en su celda ante una Señora de admirable hermosura, acompañada de un coro de ángeles, los cuales, con flechas encendidas, arrojaban multitud de demonios que pretendían entrar; y estos espíritus malignos huían a las celdas de las demás religiosas, en figura de sucios animales, para excitarlas al pecado en que muchas de ellas consentían. 

Conoció el abad por esta visión el mal espíritu de este monasterio y creyó morir de pena; llamó a la joven religiosa y la exhortó a la perseverancia. Reflexionando sobre la excelencia del santo Rosario, resolvió reformar estas religiosas con tal devoción; adquirió para ello hermosos rosarios, que regaló a todas las religiosas, persuadiéndolas que lo rezasen todos los días y prometiéndoles, si así lo hacían, no violentarlas para que se reformasen.

Recibieron complacidas los rosarios y prometieron rezarlo con esa condición. ¡Cosa admirable!: poco a poco dejaron sus vanidades, se dieron al recogimiento y al silencio y en menos de un año pidieron ellas mismas la reforma.

El Rosario pudo en sus corazones más de lo que hubiera conseguido el abad con sus exhortaciones y autoridad.” 


San Luis María G. de Monfort, Obras completas, BAC, 1953, página 368.



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